Aquel sábado de verano era un día especial, de fiesta y de muchos nervios. Pero de nervios lindos, de esos de ilusión, no de sufrimiento. Yo tenía 16 o 17 años y nada, pero nada auguraba el fracaso. Y hoy, a la distancia, me pregunto: ¿Es malo fracasar?
Éramos cientos de patinadores, familias, amigos y curiosos alrededor de una pista de patinaje nueva, reluciente, que se inauguraba ese día en la ciudad. Era un evento grande para nuestro pequeño sector y en mi equipo nos habíamos preparado durante meses.
Yo patinaba desde los 8 y amaba ese deporte. Pero debo reconocerlo: no tenía talento. Lo mío era todo entusiasmo y empeño. Le ponía ganas, le dedicaba tiempo, esfuerzo y lo disfrutaba infinito, pero nunca me destaqué. Y no, no me estoy «dando palo», es una realidad. Tengo otros talentos, ese no.
Bueno, el asunto es que, en aquel momento, yo todavía mantenía la esperanza de llegar al nivel de las patinadoras que participaban en competencias y se destacaban. Además, todas ellas eran mis amigas, compartíamos la vida en una pista desde hacía casi una década.
Para aquel sábado especial habíamos montado dos números de exhibición en grupo. Uno, en el que participaban las que llamaremos «destacadas» y otro en el que íbamos todas. Yo estaba en el segundo, pero miraba siempre los ensayos del primero y sabía todos y cada uno de los pasos. Podríamos decir que, ante una emergencia, era la suplente ideal.
Y ahí está la clave.
Se acercaba la hora de empezar aquel sábado y una compañera «destacada» no llegaba. Corridas, llamadas, nervios, cómo la remplazamos y de pronto, como en los dibujos animados, apareció sobre mí un arco iris y un coro de ángeles con flechas luminosas que le decían a la profe: ¡Ella es la indicada!
– ¿Te animás? ¿Vos lo sabés, no?
– Sí, sí, yo me animo, vamos.
Más nervios lindos, iba a hacer el número que tanto había admirado. Decidimos hacer un ensayo para eliminar cualquier duda, pero en ese preciso momento alcanzó a llegar mi compañera «destacada» y volví al banco de suplentes.
Siguió todo como marcaba el guion y cuando quedaban minutos para empezar a esa misma compañera se le rompió un patín. Era una rotura imposible de solucionar, había que tirarlo y comprar otro. De nuevo el arco iris, la musiquita y a la pista. Pero ahora sí: NERVIOS. De los otros, no los de las maripositas. Sin ensayo, que nadie me diera un abrazo, un «¡vos podés, va a estar todo bien!». Así salí a la pista.
Y esta no es una historia de esas de las novelas con final feliz en la que la jovencita pasa de ser una más a consagrarse campeona mundial y se casa con el príncipe.
No.
Fue UN DESASTRE.
Completo.
¡Pero completo, eh!
Agradezco que no existieran los teléfonos celulares con cámara en ese momento, porque hubiera sido el video viral del año.
La pista estaba encerada y yo no lo sabía, porque no había ensayado. Me resbalé y caí más de una vez. Salí a destiempo en un par de ocasiones. Estaba roja de la vergüenza, triste por no poder cumplir con eso que tanto quería, con una pierna lastimada de un golpe, preocupada porque estaba perjudicando a mis compañeras y resolví salir de la pista.
No lloré, me acuerdo de eso. Tampoco hubo contención de quienes estaban allí, pero eso es para otro post.
Hoy lo miro a la distancia y pienso que, realmente, debe haber sido muy graciosa la situación para quienes la vieron. Yo misma me divierto mucho con los videos de caídas de Youtube, lo confieso, pero siendo la protagonista se sintió feo.
Ahora, con el tiempo, vi lo bueno del fracaso de aquel sábado y quiero compartir algunas ideas.

Intentar, siempre intentar
La principal enseñanza que me dejó aquel desastre fue que estuve bien en animarme a hacerlo. No salió como esperaba, pero no me quedé en el miedo al fracaso, al ridículo o al error, y aprendí TANTO. Justo hoy escuché un podcast en el que hablaban de tomar el fracaso como una plataforma de aprendizaje y no como algo negativo.
Un fracaso no te transforma en un fracasado
Quiero (y todos queremos) infinidad de cosas en la vida y es 100% seguro que no alcanzaremos todas. Pero no dejemos que eso nos defina. Yo no pude ser una patinadora destacada, no triunfé y tuve varios golpes (físicos y emocionales), pero eso no me transformó en una «fracasada».
Fue un fracaso. Uno. Quedó registrado, aprendí de él, curé las heridas y seguí adelante. Como dice Rafael Santandreu: «Nada es tan terrible».
El tiempo resignifica todo y por eso me pregunto si ¿es malo fracasar?
Ese día se sintió feo, trágico, muy terrible. Pero después entendí que no lo fue tanto. Ese revolcón se resignificó y me enseñó. Literalmente, fue un tropezón (o varios). Y dejó huella de la buena.
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